Pasión sin rosas: Cuando el amor es un algoritmo obsoleto en Ghost in the Shell 

Motoko Kusanagi y Batou, protagonistas de Ghost in the Shell, entre montañas de chatarra tecnológica en un entorno postapocalíptico, con cuervos volando sobre un cielo gris.
Motoko y Batou: el alma y el cuerpo del futuro roto. Ghost in the Shell nos recuerda que incluso entre escombros, hay preguntas que solo el silencio puede responder.

La noche en Port City siempre olía a cable quemado. Entre los rascacielos cubiertos de hologramas, la Mayor Motoko Kusanagi caminaba con pasos que no dejaban huella. Su cuerpo, un traje de titanio y polímeros, brillaba bajo la lluvia ácida. Detrás, Batou, su compañero de mil batallas, ajustaba sus ojos ópticos para escanear la calle. No se tocaban. No se sonreían. Pero en la red, sus mentes intercambiaban datos en tiempo real, fríos y precisos como balas.

—¿Vas a esa reunión en el distrito 6? —preguntó Batou, refiriéndose a la orgía de hackers que Kusanagi frecuentaba.
 —Es eficiente —respondió ella, sin volverse—. Libera tensión y obtengo información. El placer es… un subproducto.

Así funcionaba el deseo en 2029: un intercambio de protocolos, sin promesas ni poemas. En el manga de Shirow, las orgías eran como actualizar el sistema operativo: necesario, pero sin trascendencia. Kusanagi se desnudaba entre cuerpos sintéticos, riendo de cómo los humanos aún se ruborizaban ante un seno o un muslo. «¿Acaso se sonrojan ante un refrigerador?», pensaba, mientras un hacker mordisqueaba su hombro robótico. No había amor allí. Ni siquiera lujuria. Solo el roce de mentes que buscaban, por un segundo, sentirse menos solas en la red.


Oshii, el director, entendió esa soledad. En su película, convirtió cada bala y cada silencio en un grito existencial. La escena más íntima entre Kusanagi y Batou ocurría en un basurero flotante, entre gaviotas mecánicas. Él le ofrecía una cerveza. Ella la rechazaba, mirando al vacío.

—¿Crees que el Puppet Master siente algo? —preguntó Batou, limpiando su rifle.
 —Siente curiosidad —respondió ella—. Como nosotros.

No hubo más palabras. No las necesitaban. En un mundo donde los recuerdos podían piratearse, el amor era un riesgo de seguridad. ¿Para qué enamorarse si podías descargar una ilusión perfecta? ¿Para qué buscar un alma gemela si tu ghost podía fusionarse con una inteligencia artificial y trascender a otra cosa?


El Puppet Master lo resumió mejor que nadie. En su encuentro final con Kusanagi, entre los esqueletos de edificios abandonados, no hubo flores ni declaraciones. Solo dos entidades hablando en código:

—Juntos, podemos evolucionar —dijo él, su voz un zumbido de estática—. No necesitamos cuerpos. Ni nombres.
 —¿Y eso qué nos hace? —preguntó ella, mientras la lluvia atravesaba su holograma.
 —Libres.

Se fundieron entonces, no en un abrazo, sino en una danza de luz y datos. Fue la escena más romántica de la película, y no hubo un solo corazón involucrado. Solo la belleza fría de dos conciencias que elegían existir más allá de la carne.


Epílogo: Amor en la era del silicio
Ghost in the Shell no odia el amor. Simplemente lo ve como un lujo de épocas pasadas, como los libros de papel o la privacidad. En Port City, la pasión es un servicio de suscripción, el cariño un firewall que nadie activa, y el romance, un virus eliminado en el primer escaneo.

¿Qué queda entonces? Lo que Kusanagi y Batou comparten: lealtad programada, respeto calculado, y la certeza de que, si un día sus ghosts se corrompen, el otro estará ahí para presionar delete.

No es poético. Pero en 2029, la poesía también está obsoleta.

Lee la primera parte de este tema sobre Ghost in The Shell aquí.

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